Hoy queremos brindar por muchos más domingos como el de ayer, a pesar de todo. Por muchos más días festivos con las selecciones de baloncesto jugándose una plaza para el Campeonato del Mundo sin sus grandes estrellas, con jugadores de perfil medio de regreso del Vietnam, o del Golfo, y con otros recién salidos del colegio, o del barrio. Por una jornada en la que Venezuela selló su pase mientras Uruguay, dirigida por el incombustible Rubén Magnano, estuvo a punto de encarrilarlo con una victoria ante una extraña mezcla de jugadores estadounidenses entrenada por Jeff Van Gundy. Todo ello ante pabellones abarrotados, como el de Tenerife, en el que España cerró su billete a China. Fue un domingo de pueblos unidos en distintas canchas y geografías, no ante un enemigo común, sino para manifestar una pasión compartida, superior a todas las diferencias.
Celebro que, como cada 3 de diciembre, nos volvamos a vestir de luto para despedir, una vez más, a Fernando Martín, todo un mito en el imaginario colectivo de la nación que sobrevive a pesar de que sean cada vez menos los que lo vieron jugar en directo y de la velocidad con la que se renuevan las noticias y las opiniones en esta sociedad líquida. Del mismo modo, celebro que en una oficina, o en un pequeño cuarto, un entrenador siga administrando lo sucedido el fin de semana asumiendo con rigor estoico el compromiso adquirido con su propio equipo y con aquello que conocía tan bien el pívot madrileño: el trabajo bien hecho. Una cláusula que va más allá de los límites contractuales, que se aprende de pequeños y que el deporte, esa lucha esencialmente justa, nos recuerda cada poco.
Es fantástico que a la sombra de la actualidad más rimbombante el baloncesto siga desplegándose cada fin de semana a través de ligas federadas, provinciales, escolares; educando a hombres y mujeres, adultos y niños, con sus sencillas reglas, especialmente las no escritas, esas normas de deportividad y cortesía que le dan sentido elevándolo muy por encima de una simple y sucia contienda en el barro. Tampoco está mal que algunos osen pervertirlas, que haya ciegos que no vean más allá de victorias y derrotas; ellos también nos enseñan y generan debates.
Debates como los que alimentan las tertulias de este siglo, mantenidas en redes sociales virtuales que favorecen el viejo sueño del conversador sectario y egocéntrico: poder decir lo que uno piensa sin escuchar al otro. Allí se han trasladado las viejas polémicas sobre el binomio formación-competición, los fundamentos a enseñar, los códigos deontológicos de los entrenadores,… Sería absurdo librarlas únicamente con el ánimo de imponer un argumento o atribuirse una suerte de estéril victoria moral. El entrenador también debe saber debatir.
Mientras las ciudades recuperan el pulso de su corazón de monóxido de carbono, amanece una nueva oportunidad para que todos los que creemos en el valor trascendente del baloncesto, en su capacidad de unir colectividades y educar a través del juego, sigamos formándonos para hacer de la cancha un lugar mejor. Una vez más, un domingo cualquiera, festivo y repleto de balones y canastas, sirvió de examen, espejo y GPS. Ahora que sabemos quiénes somos y dónde estamos, un nuevo lunes nos ofrece la oportunidad de movernos y evolucionar.