Las burbujas, los partidos a puerta cerrada, la contemplación forzosamente televisiva de los grandes espectáculos deportivos son, obviamente, una necesidad en tiempos de pandemia. Pero soy pesimista en cuanto al futuro de los pabellones. Esta realidad, que ya orbitaba como amenaza, está dispuesta a aterrizar en nuestras vidas para hacerlas, en la línea de lo que llamamos progreso, más cómodas pero no más emocionantes.
Por mi edad, uno de los planes más atractivos durante mi infancia y adolescencia, aún hoy lo es, a pesar del virus, fue acudir con los amigos a una sala de cine, compartir la expectativa de ir, soltar pequeños comentarios durante la película y hacer sesudos análisis al final de la misma. Ello sin olvidar el elemento socializador y, qué narices, la oportunidad de seducción que ofrecía la oscuridad de la sala en contraste con la luminosidad de la pantalla, donde creíamos estar sin estar, donde queríamos vivir sin poder.
El viejo placer de acudir a las salas de cine
Algo similar sucedía con las visitas a los campos y pabellones de la ciudad, a veces en la compañía de nuestro padre, esta era una cuestión más masculina, no se ofendan, y otras en la de nuestros amigos. Allí, aunque como meros observadores, volvíamos a sentirnos libres para experimentar lo que nuestros cuerpos menudos, o nuestras rígidas fibras, o nuestros espíritus cansados, nunca llegarían a sentir, al menos en primera persona. Queríamos ser el delantero, el alero anotador, el central de fútbol sala. Soñábamos con llegar a jugar en el equipo de nuestra ciudad, ser el ídolo de nuestros vecinos.
Queríamos ser el delantero, el alero anotador, el central de fútbol sala. Soñábamos con llegar a jugar en el equipo de nuestra ciudad, ser el ídolo de nuestros vecinos
Ya sabemos lo que les ha ocurrido a los cines. De los 160 que había a mediados de siglo en Madrid solo 23 permanecen abiertos, más por rebeldía que por rentabilidad. Muchas producciones se estrenan directamente en plataformas, se saltan el peaje de las salas para aterrizar directamente en nuestros monitores. Delante de nuestros sofás y nuestras camas, al lado de nuestras parejas y nuestros hijos, convirtiendo su magia en algo muy mundano. En otra tarea cotidiana, la que sigue a lavarse los dientes, la que va antes de orinar y acostarse.
¿Y si el futuro de los pabellones es el mismo que el de las salas, aunque haya matices?
También son así las tardes de fútbol y baloncesto durante la pandemia. Son tardes frente al dispositivo de turno, la plataforma de turno. Son tardes onanistas que muchos se pasan apostando (sustituto de las inocentes porras o de la mucho más ingenua quiniela) y enviando mensajes a amigos.
Todo mientras los pabellones están cerrados en un ensayo de lo que se viene: partidos jugados en no lugares, en cualquier sótano o edificio abandonado habilitado para la ocasión. Eso sí, todos los requisitos técnicos para generar estadísticas cada vez más sofisticadas, para hacer un seguimiento pormenorizado de cuanto allí sucede, dondequiera que sea.
La pandemia, aceleradora de cambios
Obviamente, de no haber mediado la pandemia, los pabellones seguirían llenos. El directo sigue aportando una emoción especial y generando numeroso material para las redes sociales de los espectadores. Pero también es cierto que ha avanzado lo que se veía venir, una sublimación de la experiencia vicaria que supone seguir el deporte, pedalear, nadar, saltar o jugar desde nuestros sofás. Y ahora, encima, sin tener que pasar frío o sufrir para aparcar en las proximidades de los pabellones.
Nos aproximamos al cierre de los pabellones, por más que el directo aporte lo que no aporta la pantalla del cine, en la línea del ocio que se acuesta en nuestra cama y se alinea junto al gato y las zapatillas de invierno.
Nos aproximamos a la realidad virtual, a la esterilización de las emociones. El único placer que nos quedará será el de juzgar en términos de bien y mal, de mejor o peor, con esa estúpida suficiencia de la que tanto presumimos. Nos aproximamos al sorteo de las prohibiciones, ya habrá algo que nos permita seguir apostando, aunque cambiemos el verbo para tranquilidad de los legisladores. Y al cierre de los pabellones, por más que el directo aporte lo que no aporta la pantalla del cine, en la línea del ocio que se acuesta en nuestra cama y se alinea junto al gato y las zapatillas de invierno.