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Diario de un encierro. Día VI.

John Wooden con sus dos alumnos más destacados

JJNieto87

John Wooden con sus dos alumnos más destacados

El día es gris ahí fuera. Invita a la contemplación y a la escucha de música clásica (yo estoy con Chopin), tal vez a una taza de café bien preparado, sin prisa. Eso y a cuidar de nuestros padres, en persona o de modo virtual. O a acordarnos de ellos, si ya no están; o a ser mejores en esta tarea, si es que tenemos hijos correteando alrededor o sobreviviendo a estos tiempos lejos de nuestros terruños.

Contador de historias, guía moral, tutor, todo eso es también ser entrenador

Pero tratándose de San José hay que hablar por fuerza de los padres putativos, o de las paternidades difusas, medio adoptivas o sui generis, que muchos entrenadores asumen cuando ejercen sus funciones con una pasión que desborda las fronteras del papel donde aparece firmado un modesto contrato. Esto se traduce de diferentes formas, según sea la edad de los miembros del equipo.

En prebenjamín ser papá es acompañar al baño, jugar de rodillas, contar un cuento parecido al baloncesto. Según vamos avanzando nos convertimos también en pequeñas antorchas morales, guías para distinguir lo que está bien y lo que no, en la búsqueda de jugadores y ciudadanos virtuosos.

A medida que nos acercamos a la adolescencia, a la temida edad cadete, un entrenador es también un discreto confidente, un tutor de voluntades que corren el serio riesgo de torcerse y encaminarse por sendas sin duda más placenteras o sencillas, pero no tan significativas ni poderosas como la del baloncesto. E igual en junior, cuando el jugador ya enjuicia con la claridad que le aporta el conocimiento, pero con la ceguera de quien se adentra en un sendero desconocido con la soberbia de quien nunca tropezó. Es entonces cuando tenemos que enseñarles nuestras heridas, y las de otros, para que no corran más de lo necesario, pero sin infundirles temor.

Está en el ADN del entrenador ser padre y húerfano a la vez

Y vaya, uno llega a equipos integrados por adultos, y observa que aún es necesario tender manos, que los jugadores siguen necesitando apoyo en múltiples áreas, que no son tan autosuficientes como uno pudiera pensar. Que necesitan guía y demandan disciplina, de normas que lleguen donde las barreras naturales a sus instintos flaquean, como le sucede a cualquier joven recién salido del hogar, o a cualquier adulto que está aprendiendo a serlo.

Está en el ADN del entrenador ser padre y huérfano a la vez. Está en su razón de ser la entrega, la imposición de reglas, el generoso reparto de su tiempo y su cariño. No al contrario. A veces, en la soledad de este oficio, aunque en las grandes estructuras el director deportivo sea mucho más que un jefe, se echan de menos cosas tan peregrinas como un “¿cómo estás?” o, no lo vais a creer, la imposición de unos deberes. Una tutela física, psíquica y simbólica. Un sentirse hijo de, un tener que llegar a las diez a casa.

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