¿Es más importante la familiaridad a la que conduce la costumbre o la motivación renovada que provoca una alteración de las circunstancias? ¿La consolidación de unos hábitos, un idioma común y unos modos de hacer o el efecto catártico que se le supone a los cambios radicales y a la llegada de una o varias caras nuevas? La dirección deportiva de todo club debe afrontar cada poco tiempo decisiones ligadas al diseño de su estructura y a la composición de su plantilla de empleados, especialmente en lo que se refiere a jugadores y cuerpo técnico (utilleros, conductores de autobús, encargados de logística, prensa,… suelen sobrevivir a las épocas de mudanza). Estas decisiones, basadas en el rendimiento y, más concretamente, en los resultados, responden en la práctica a una de las cuestiones filosóficas de mayor calado: ¿cambio o permanencia?
Pero más allá del debate de ideas que libraran en su origen los seguidores de Heráclito (todo fluye y cambia) y de Parménides (todo permanece en su perfección y plenitud), la materia que aquí nos ocupa se encuentra relacionada con la teoría de las organizaciones, una disciplina que la dirección deportiva de todo club debería tener presente en su toma de decisiones. En este sentido, dado que el emprendimiento de cambios radicales (estratégicos, orgánicos o estructurales) puede poner en cuestión la propia permanencia de la institución (objetivo último de todas ellas), las federaciones deportivas y clubes suelen reducir estas modificaciones a una sola: el cambio de entrenador.
Este hecho, que convierte a los técnicos en seres pegados a una maleta siempre a medio hacer, admite todo tipo de interpretaciones. Un primer vistazo, desde luego, nos invita a sumarnos al catastrofismo determinista que tantas veces ha lastrado nuestra profesión: “el entrenador tiene vocación de cabeza de turco, es siempre el primer damnificado”. En cambio, no hace falta llevar a cabo un razonamiento lógico muy avanzado para comprender que, si el margen de maniobra de un club a la hora de ver alterado un rumbo equivocado, descartadas las modificaciones estructurales por costosas o arriesgadas y por operar en un medio-largo plazo, pasa por un cambio de entrenador, esta figura resulta revalorizada. No en vano, se le confía el poder de un semidiós: transformar la naturaleza de un conjunto de individuos de modo que el rendimiento colectivo, producto de un cambio también en su filosofía, se vea exponencialmente mejorado
“Entrenador nuevo, victoria segura”. Este lema, lugar común en el lenguaje del deporte y en el de las oficinas de dirección deportiva, más allá de su certeza estadística presupone que el cambio aporta réditos inmediatos en la dinámica de un equipo (lean, si no, estas declaraciones de Marc Gasol a comienzo de temporada). Es lógico, el cambio de entrenador opera como el bisturí del cirujano en los mecanismos internos del grupo pudiendo encauzar inercias perniciosas y dotando de una segunda oportunidad a los jugadores defenestrados por el técnico anterior. Con motivo de esta amnistía, los antes reos recuperan la motivación suponiendo una renovada amenaza para quienes gozaban de un rol protagonista, quienes también, en la lucha por la supervivencia, incrementarán sus niveles de esfuerzo e intensidad. De igual manera, la implantación de una nueva filosofía, que parte del cuidado del entrenador hacia sus jugadores y de estos entre sí, puede cerrar viejas heridas y conseguir que esa amnistía se extienda también a la memoria en una suerte de “amnesia general” o “tabula rasa” que permita partir, emocionalmente, de cero.
Pero frente al aliciente de una nueva pareja, de la felicidad que acompaña a los primeros meses de enamoramiento en los que unos y otros ofrecen la mejor versión de sí mismos, también cabe la posibilidad de, a través de una comunicación fluida, una comunidad de intereses y la renovación de detalles mucho más concretos, el proyecto pueda permanecer (lean lo que opinaban Popovich y Spoelstra antes de una de las finales que en esta década enfrentaron a Spurs y Heat). Esta permanencia evita la necesidad de aprender de nuevos hábitos, la adquisición de un nuevo idioma. Ahorra esfuerzos y fortalece un vínculo que no tiene por qué romperse a pesar de que, como es normal, las cosas no siempre marchen a la perfección. Si el peligro de la permanencia es el hastío, su secreto es el de una historia común de batallas ganadas y perdidas, de noches en el frente y relatos compartidos. El individuo ya no lucha por un contrato o por una lealtad clientelar hacia el entrenador que le rescató del anonimato o el banquillo, sino que lo hace por un equipo que ha pasado ya por todas las fases del amor y el desamor y que, sin embargo, ha sobrevivido.
La historia reciente ofrece ejemplos de todo tipo dotando de argumentos a seguidores de una y otra doctrina y permitiendo, a quienes prefieren moverse en la gama cromática de los grises, la posibilidad de atrincherarse en el depende.
Para despedirnos, antes de repasar en una próxima entrada algunos ejemplos de ambas prácticas de dirección deportiva, dejamos en el aire una serie de preguntas para ir alimentando el debate:
¿La estabilidad gana campeonatos o ganar campeonatos conduce a la estabilidad?
En términos de psicología, los picos de felicidad o infelicidad que pueden generar ingresos inesperados, flechazos amorosos o pérdidas trágicas son puntuales y tienden a regresar a un nivel basal propio de cada individuo. ¿Ocurre lo mismo tras la implantación de los cambios en el seno de un club?
¿Creéis que los casos de mayor estabilidad y permanencia de un técnico a la cabeza de un proyecto tienen que ver con el grado de afinidad y sintonía en su relación profesional y personal con los encargados de la dirección deportiva?